sábado, 23 de abril de 2011

Niceto Blázquez, O.P.

VOTAR EN DEMOCRACIA

VOTAR EN DEMOCRACIA
Las elecciones generales constituyen un acontecimiento muy importante para el desarrollo y vida social de los pueblos. He dicho en muchas ocasiones que la política real que conocemos es prioritariamente un asunto de poder terrenal para cuyo logro sus líderes no tienen escrúpulos en incurrir en corrupciones personales e injusticias sociales. Durante la administración socialista en España, por ejemplo, se incrementaron las corrupciones humanas con la legalización del aborto y otras prácticas mortíferas afines en el campo de la bioética. En nombre de un concepto falso de libertad social la administración socialista favoreció sistemáticamente la inmoralidad pública y la explotación de personas humanas protegiendo legalmente formas de conducta “contra naturam”. El mismo fenómeno se produjo en el uso y robo del dinero público. Así las cosas, pienso que el criterio práctico aconsejable para hacer uso del derecho al voto político es el siguiente.

Una vez establecido el juego del denominado “voto democrático”, abstenerse y no votar favorece siempre a los peores o menos deseables, los cuales votan todos los que son sin perder ningún voto de los suyos. Por otra parte, como en política lo mejor no se realiza nunca, ningún Partido político puede satisfacer plenamente los deseos legítimos y aspiraciones más honestas de sus votantes. En consecuencia, me parece una ingenuidad votar a un Partido con la ilusión de que, una vez en el poder, va a responder cabalmente a las aspiraciones de sus votantes. Ni siquiera a las promesas proclamadas durante las campañas electorales. Por tanto, hay que votar de forma que se evite o dificulte lo más posible que gane las elecciones el peor de los grupos que tiene más posibilidades de ganar. Hay que votar con criterio excluyente por orden de indeseables y al final quedará uno solo que consideramos razonablemente como el menos malo de todos grupos competidores. Y todo ello, insisto, sin poner exceso de confianza en el candidato votado. Hemos de votar al menos malo y no abstenernos, convencidos de que lo óptimo en política no existe.

He llegado a la conclusión de que la inmensa mayoría de los votantes en política carece de formación suficiente para votar de forma libre, consciente y responsable. La gente vota movida más por impulsos emocionales que por razones objetivas. Una de las estrategias aplicadas en las campañas políticas previas a las elecciones consiste en activar al máximo los sentimientos de simpatía y antipatía en los electores a favor de unos y en contra de otros. En este campo queda mucho por hacer incluso en los países que presumen de madura tradición democrática y de libertad de expresión pública. Los medios de comunicación social, sobre todo audiovisuales, contribuyen mucho a que la gente sea cada vez menos libre en sus decisiones por más que las apariencias inviten a pensar lo contrario. Una de las ventajas de los regímenes políticos democráticos consiste en que propician la posibilidad de que los malos Gobiernos de turno puedan ser sustituidos por otros con relativa facilidad mediante el control parlamentario y la petición de elecciones anticipadas. Lo triste es que los Gobiernos menos deseables tratan por todos los medios de enquistarse en el poder falseando la realidad de sus malas gestiones y conquistando los votos de los ciudadanos menos cualificados para valorar objetivamente sus formas de gobernar. La democracia se convierte así en la dictadura de los partidos políticos, los cuales “dictan” a sus militantes y a todos los ciudadanos lo que tienen que hacer y pensar. Contra esta desgracia hemos de afirmar la necesidad de que los partidos políticos respeten la libertad de conciencia de sus votantes. Una cosa es la pertenencia a un partido político y otra el acto de votar, en el que se supone que uno es libre para expresarse a sí mismo. La pertenencia a un partido político puede obedecer a circunstancias muy concretas de sobrevivencia. El votar, en cambio, debe ser un acto mediante el cual uno decide libremente, de acuerdo con sus convicciones y los dictados de la propia conciencia, votar a favor o en contra de las propuestas concretas de su partido político favorito en términos generales, aunque ello sea desacatando la disciplina de partido. Lo deseable es que se pueda pertenecer a un partido político de forma que sea respetada la libertad de conciencia de cada uno de sus militantes para votar a favor o en contra de cada propuesta concreta del Partido sin coacción moral ni represalias. Esta necesidad de respetar la libertad de conciencia en el momento de votar tiene particular relevancia cuando se trata de aprobar proyectos que atentan contra los derechos humanos fundamentales como son las leyes abortistas, la eutanasia, la política antiterrorista o educativa.

En medio de esta dinámica social de poder se encuentra la Iglesia como institución pública y social “sui generis” la cual no puede permanecer indiferente ante las corrupciones políticas y las suyas propias. Siempre he sostenido que, siguiendo el ejemplo de Cristo, la Iglesia no puede venderse a ningún régimen político ni exagerar sus razonables preferencias por determinados líderes y administradores del poder. La política como ejercicio del poder terrenal no fue la misión específica que Cristo encargó a los Apóstoles. La experiencia enseña que política es de hecho sinónimo del poder, y los políticos, salvo las honrosas excepciones que siempre hay, lo que buscan es conquistar y conservar el poder a cualquier precio. Ahora bien, la metodología propia del poder es el maquiavelismo, que no conoce la honestidad de los medios y avoca a la pérdida total del sentido de responsabilidad y de respeto a las personas en la administración del poder. Por su propia naturaleza, ningún Partido político como tal puede encarnar satisfactoriamente el ideal humanista propuesto en el Evangelio. La Iglesia, en consecuencia, debe permanecer por encima de la política denunciando los abusos del poder, orientando las conciencias con libertad y dando ejemplo en la administración y gobierno de sus instituciones. Esta independencia metodológica la protege contra la tentación de ser utilizada por los políticos para sus objetivos de poder y la pone en una situación de ventaja para denunciar proféticamente las injusticias sociales con las manos libres. En esta línea de independencia es conveniente también que se libere de los denominados “privilegios” y exija el derecho de actuar en la vida pública en razón de su función humanizadora. La Iglesia, en su dialéctica con el Estado, debe sustituir el clásico término “privilegio” por el término “derecho” no esperando como gracia o favor del Estado lo que en realidad le corresponde como un derecho propio que el Estado debe respetar. La Iglesia no debe pedir privilegios sino libertad para desarrollar con responsabilidad y competencia su misión humanizante en la sociedad, sin miedo ni represiones por parte de las autoridades públicas ni de ninguna otra institución o colectivo social. Los abusos por ambas partes deben ser controlados en nombre del bien común y no de los fanatismos religiosos, antirreligiosos o políticos. (Niceto Blázquez, O.P.)